Me bañan con esa espuma la cabeza porque este martes… carnaval toda la vida. Está lloviendo felicidad, la plaza hace saltar hasta al Almirante Brown. En el medio de tanta locura, alegría desatada y ansias de gritar, un nene con la 10 puesta, se mira la camiseta, se besa lo que siente, se imagina lo que sueña y le sobra un instante para dar lección de emoción. En otro contexto, cualquiera le preguntaría qué le pasa, por qué llora o quién le pegó. Y no me saca los ojos de mi mirada, tampoco yo me permito pestañear para no abandonarlo en esas lágrimas compartidas. Alrededor un mundo paralelo celeste y blanco se abraza, un bocinazo hoy no significa puteada, una abuela le hace upa a un perro mientras el nieto se persigna al cielo y le leo entre sus labios algo que rima con Diego. Hace sólo un ratito Leo se agarraba el posterior, para acomodarse la pasión, romperle el arco de penal y reabrir el capítulo marcado para ilusionar. Los croatas padecen aracnofobia, Julián lo sabe, entonces se desparrama desde la mitad de cancha, amplía sus patas, hasta meterse en la red que grita gol Spiderman de mi corazón. Qué ganas de treparme la puta madre en ese festejo, y abrazar al genio y al pendejo. Empieza el segundo tiempo y otra vez se toca Leo, se la lleva por la derecha, juega a la escondida con la izquierda, se mete en el área bailando, se tira un paso, se tira dos, y al tercero le encomienda a Julián que les diga adiós. Y en la plaza, el nene que emociona sigue lustrando sus mejillas. Como en el 86, este domingo quiero volver a ser aquel niño, otra vez.