Como esa canción de cancha que tanto se añora escuchar en vivo. Diciembre llega hasta en pandemia, igual que Papa Noel. Cómo hablar de Papa Noel si las bolsas que más se ven son las de basura revuelta. Shoppings con protocolo innecesario pues la distancia te las ponen sus “ofertas”. Nadie da más. Lenguas afuera, respiraciones cortadas, conversaciones bloqueadas. No encuentro ojos en las miradas. Jamás imaginé que extrañaría un acto de fin de curso bajo el sol indecente en la escuela o una muestra de fin de año de gimnasia artística de cuatro horas y media. Sigo viendo gente encerrada, pero no hablo de cuarentenas. Kilos de más que celebran en tantas panzas llenas de pena. Reencontrarte con alguien después de tanto y amagar y simular un abrazo que queda suspendido. O animarte y darlo tan fuerte como si la cobardía y la valentía se unieran para que lo hicieras. La tecnología avanza y nos apabulla, nos invade, nos sorprende, nos encarcela y creemos que nos libera. Incluso estas letras tienen que viajar a través de ella, pero no puede ni jamás podrá con un mate compartido, un asado en cualquier quincho, una alegría desmedida que te apriete en una esquina o esas lágrimas que sólo se tocan en la presencialidad del alma.
Recuperados, infectados, olvidados, y tantos en el camino de un año que hizo estragos. ¿Fue un año? O en 2020 quizá, sólo desembocaron naturalmente las miserias de tanta humanidad que necesitó sanar a través de una enfermedad.