El sol de Mármol se cuela por la ventana de la cocina de Sáenz Peña. La pava chilla desde hace rato pero es ignorada porque mi vieja está atenta a la voz de Silvio Huberman en radio continental, mientras corta delicadamente el pan que se transformará en tostadas. El ritual de la merienda ya está en marcha. Lo sé porque hace un ratito entré a tomar un vaso de agua. Mi pelota y yo hace horas que estamos en el quincho jugando, charlando, soñando jugadas en el Monumental. Escucho el chillido de la puerta que conecta la cocina con el jardín, la veo a ella que se acerca, pasa y acaricia al sauce llorón, se pierde observando a las flores de la santa rita, y se emociona con su “alegría del hogar”. Detengo mi disparo número mil de la redonda contra la “ex” pared blanca del quincho. Me reta una vez más por mi comportamiento excesivamente futbolero que atenta contra las instalaciones hogareñas, sin embargo, me invita gracias a Dios a “tomar la leche”. A la hora señalada, como cada tarde, me siento en aquel banco de madera y apoyo mi espalda chivada sobre el machimbre. Todavía no probé ni un sorbo del café con leche de mi alma pero su aroma ya me enamora, me da paz, me abriga, me hace sentir en casa, me calma. Llegan las tostadas a la mesa, llegan la manteca y la mermelada, llega el café con leche más perfecto y llega ella, que se sienta a mi lado. Recién ahora comprendo por qué la merienda es tan sagrada para mí, por qué disfruto tomarla y prepararla cada tarde para compartir con mi hija. El café con leche es el calor de mamá. Ojalá a nadie le haya faltado su café con leche en su vida. Feliz Día vieja, gracias por tanto amor.