Día a día, semana a semana, anuncio tras anuncio cualquier representación ficticia de una sociedad futura de características negativas se torna un poco más verdadera. La preeminencia de barbijos deambulando por el barrio proclaman que el futuro distópico llegó hace rato.
¿Cuán expectantes estamos ante la nueva normalidad? Un tanto más acostumbrados pero invariablemente aturdidos, anhelamos el calendario que indique el día, la hora, el momento en que estaremos igual que antes de la coronación del Rey Covid.
Sin embargo, seamos sinceros, en este anhelo anida una mentira. Cada uno tendrá su excusa para mentirse, todas son válidas. Ya sea para tornar más soportable el transcurrir pandémico, o porque pensar que todo será como antes nos resulta esperanzador, o para evitar consentir un mundo donde nuestras relaciones estén mediadas por dos metros de distancia del otro, o para negar que el tapaboca se instituya como la indumentaria de moda o cualquier otro dilema al que usted, lector-lectora, se sienta expuesto/a.
Lo cierto (admitiéndolo o no) es que el Coronavirus alteró, altera y continuará alterando por un tiempo más (imposible de dimensionar sin caer en irresponsabilidades) la vida en sociedad, nuestras relaciones en tanto seres sociales. Ésta tremenda aceptación fáctica, obliga a la reflexión. O por lo menos, para este autor resulta necesario compartir ciertas cavilaciones para atravesar este presente irrealmente real.
Si nuestras cotidianeidades cristalizan, sin más, lo que verdaderamente somos y, a su vez, aceptamos que nuestra vida cambió drásticamente, resulta más que oportuno hacernos algunos cuestionamientos. No obstante, abordar todos los aspectos de la vida propia y en sociedad, es demasiado ambicioso para cualquier escrito. La habilidad de focalizar y encuadrar un tema u objeto de análisis resulta satisfactorio y hasta tranquilizante para un escribiente.
Entre las potenciales introspecciones colectivas que podríamos abordar en estas líneas, de tenernos en nuestros consumos asoma como sustancial en el actual contexto de contracción económica. El tipo de consumo que hacemos (y el que desarrollamos durante el aislamiento obligatorio y el distanciamiento social) es doblemente relevante. Tanto por la crisis que propicia ésta situación de excepción, como por las calamidades que ya venía sufriendo la economía doméstica previo a la irrupción de la pandemia.
El acto de consumir es trascendental no sólo por los efectos económicos, sino porque vivimos en una sociedad en la cual predominan nuestros actos de consumo por sobre nuestros derechos y obligaciones. Nos auto percibimos, y somos concebidos, más como consumidores que como ciudadanos. La ciudadanía queda relegada ante el comprador-cliente.
La centralidad del consumo en la vida moderna es indiscutible. Es un fenómeno social, cultural, político y económico que incide tanto en la identidad, la política, los estereotipos, las relaciones de género y de clase, el imaginario y la memoria. Lejos de ser algo privado, el consumo es principalmente social. Es una práctica multifacética que contempla el acto de comprar, usar, exhibir, desear, comunicar. Resulta toda una experiencia sociocultural que se inscribe en las subjetividades de los individuos y grupos para validar sus identidades, diferenciarse de otros y establecer formas de pertenencias sociales. Todo consumo propicia interacciones socioculturales complejas dado que los productos/bienes cumplen muchas funciones.
Adquirir mercancías no es satisfacer necesidades o deseos, es decir quiénes somos. O acaso, ir de compras a un shopping o al comercio del barrio no implica imaginarios sociales distintos para el hecho de comprar un mismo objeto.
Entre las implicancias que engloba el universo consumista, la alimentación no queda exenta. Adquirir nuestros alimentos, especialmente en pandemia, extrema meditar sobre qué ingerimos.
Al zambullirnos sobre el tema, caemos a cuenta que el consumo está subordinado a un cierto control político de las élites. No es que estamos siendo dominados por malvados personajes que nos imponen lo que no queremos. Dicho control se ejerce con delicada sutileza. Y, como toda fuerza controlante, va instaurando un nuevo sistema de imposiciones morales y psicológicas que nada tienen que ver con un supuesto reino de la libertad de elegir lo que “compramos”, sino aquello que encontramos, o sea, que nos ofrecen. La supuesta libertad de elegir, solo hablita la posibilidad de seleccionar productos que, casi en su totalidad, son comercializados por unas pocas empresas multinacionales.
El sector alimenticio está altamente concentrado, a la vez que dispone un bajo índice de soberanía (el capital extranjero dentro de las empresas líderes del sector agro alimenticio alcanza casi el 50 %; como evidencia ahí están Kraft Food, Cargill, Quickfood, Nestlé, Coca-Cola, Cervecería Quilmes, entre algunas de las tantas con mayor cuota de mercado). Aliadas a estas, el subsector del supermercadismo, también está dirigido por un grupúsculo de empresas que hacen valer sus posiciones dominantes. Su rol es tan neurálgico que conforman el selecto (y suertudo) grupo de empresas que incrementaron sus ingresos coronavirus mediante.
Asistimos a una época en la que nos damos cuenta que el sector alimenticio es esencial. En este contexto epidemiológico, le admitimos criterios de circulación distinta al resto de los rubros, equiparables al sector de la salud, causalmente.
Irrumpe ante nosotros una realidad imposible de soslayar. El derecho alimentario, nuestras necesidades de alimentos, estás o juzgado en un entramado que es necesario canalizar hacia otros nuevos horizontes.
Cómo satisfacer nuestra supervivencia y la del ecosistema nos interpela ahora más que antes. Ya sea, motivados por el bolsillo, optando por una vida más saludable, proyectando un país con desarrollo sustentable o impulsando trabajo digno y equitativo. Sea la causa que sea, la que mejor cuaje en nuestra filosofía de vida, emerge, por obra y gracia de la pandemia, poner en práctica otra forma de consumir alimentos.
Pero atentos, no se trata de ninguna idealización, ya está sucediendo.
Aquello que alguna vez se ha identificado como utopías de emancipación social y alimentaria, son propuestas que están volviendo a escena y ganando protagonismo. Han aflorado un conjunto de emprendimientos, diversos y distintos entre sí, que desde formas de hacer marginales se están volviendo innovadores, necesarios y solidarios. Ninguno tiene la receta del éxito, pero si van marcando algunos indicios, ciertas claves de acción por dónde encontrar esos nuevos horizontes.
En estos recorridos sobresalen dos aspectos neurálgicos. Por un lado, la necesidad de volver a recostarnos sobre lo local más que nunca. Sobre los comercios de cercanía, o sea, los del barrio. Por otra parte, la apuesta alimenticia es hacia productos que lleguen directamente de sus productores de modo de saltear a los grandes intermediarios que sólo toman su, cada vez mayor, tajada a costa de los productores y para nada beneficioso para los consumidores. Además, se impone entre estos productos, de manera creciente, alimentos resultantes de propuestas productivas más saludables y ecológicas.
En nuestros barrios brotan distintas y nuevas alternativas. Están ahí a nuestro alcance, sin carteles coloridos que nos aturdan. A minutos de caminata. Pero como ahora administramos nuestras salidas (no por falta de libertad, sino en pleno ejercicio de la responsabilidad civil que nos convoca la pandemia) les compartimos algunas tiendas virtuales como para ir conociendo las opciones que nos invitan a repensar y transformar cómo encausar nuestra alimentación. Pueden visitar el almacén cooperativo de www.almacoop.com.ar; la tienda de la Unión de los Trabajadores de la Tierra en www.almacenutt.com.ar; la Cooperativa de Consumo La Yumba (Av. Jorge Newbery 3691); Huerta Agroecológica del CEABA, Agronomía; Huerta El Galpón, Chacarita (AV. Federico Lacroze 4171); Huerta del HOSPITAL ALVEAR (Av. Warnes 2630, y Chorroarín). Todas tienen puntos de entrega en las inmediaciones de nuestro barrio.