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11 de Septiembre 2019
PEDAGOGÍA DEL ENCUENTRO
Reflexionar y aportar al debate sobre educación, es celebrar la invalorable tarea de los maestros
Escribe: Mayra Shalom
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Cuando uno empieza a trabajar, primero uno se siente independiente, se emociona, se queja, protesta, cobra tarde o poco, viaja mucho o incómodo, y se adapta. Dice Enrique Pichón Riviere, que la salud no es más ni menos que la adaptación activa a la realidad.
Uno decide de qué quiere trabajar, a qué se quiere dedicar, en el mejor de los casos, elige una profesión, un oficio, un empleo, una institución, o simplemente se acomoda a las posibilidades que están disponibles, y a partir de ahí, empieza a adaptarse.
Lo cierto es que a veces las exigencias son muchas y se empiezan a poner en juego cuestiones vinculadas a valores y a certezas. A posiciones políticas, ideológicas y hasta cuestiones éticas… y de pronto uno se encuentra negociando con lo que consideraba innegociable.
Me avergüenzan mis opiniones fuertemente pesimistas y exageradamente condenatorias. Me incomodan a mí misma, pero las sostengo. Conceptualizo el maltrato como advertencia y aviso para no caer tan ciegamente en la trampa de ejercerlo.
Entre risas mis compañeros proponían que esta nota se llamara “pedagogía del pesimista”.
La insistencia consiste en hacer notar que la práctica educativa que se ejerce hoy día y hace añares en las escuelas contiene una cantidad de rituales sistematizados y legitimados que tienen una naturaleza fuertemente violenta. Que la dominación y despersonalización a la que los niños son sometidos tienen un impacto fuerte y condicionante en la construcción de su subjetividad. 
Lo interesante es entender de qué se trata ser maestro hoy en la escuela pública, para moverse con cuidado, para disminuir el riesgo. Las políticas de salud con el tiempo han asumido esta honesta y cuestionable postura que contempla la imposibilidad de una modificación estructural en la conducta de un sujeto o de una sociedad, y propone entonces un programa de disminución de riesgo. De alguna manera, de eso se trata. De disminuir el riesgo.
El riesgo es el de hacerle demasiado daño a nuestros alumnos. El riesgo es el de caer en la trampa de ese ejercicio ilimitado de dominación a que nuestro rol nos habilita, incluso llegando en contadas excepciones a golpearlos o abusar sexualmente de ellos, lo que socialmente se condena en forma automática y sin discusión. Pero para todo lo demás, vía libre. 
En la escuela se construyen subjetividades. Y con el tiempo los chicos van aprendiendo las reglas del juego. A decir lo que se debe para ser festejado, a callar porque es más seguro, a no moverse y a no hacerse notar.
Serviditos se los deja la escuela, señor patrón.

Los chicos forman en la entrada, dos filas perfectamente prolijas, cantan una canción que no les significa nada, himnos y oraciones que ilegítimamente hablan de dios. Porque la escuela debería ser laica, aunque en muchas escuelas perecen no haberse enterado.
Forman fila ritualmente a la mañana para izar la bandera, para entrar al aula, para ir al baño, para ir a las materias especiales y para volver. Para ser saludados por la directora antes de salir de la escuela. Se les grita para que la fila sea perfecta una y otra vez. Los discursos están llenos de  amenazas, extorsiones, todo junto y todo mezclado.
Los alumnos tienen 10 minutos de recreo dos veces al día, que en general se reducen a 8 o menos en que no pueden: correr, ni jugar a la pelota, ni a  la tapita… que no son suficientes para organizarse, elegir un juego, pelearse amigarse y volver a jugar. Ganar o perder y ver qué pasa. Nada de eso en tan poco tiempo. Se trata entonces de descargar energía como un sifón de soda. Estallar, descomprimir.
En el aula tampoco pueden moverse demasiado. No se pueden parar ni caminar. Uno decide cuándo y cómo los niños deben moverse. La palabra prohibitiva del adulto es como una caja de madera que encierra al alumno en su quietud. Es represivo no dejarlo moverse y sancionarlo cuando lo hace. Porque cuando un alumno se concentra, imagina, se entretiene, el movimiento es desde el pensamiento… y no necesita moverse y uno no necesita reprimirlo. Pero cuando eso no pasa… y no aparece el placer de pensar como actividad y experiencia activa, como espacio de creación o de conflicto cognitivo y uno le pide que se quede quieto, es como si los encerrara. Es durísimo. Y tenemos ese poder!!!. De inhibir, de reprimir, de censurar el movimiento y la palabra. Tenemos el poder de evaluar, de poner valor a todo lo que el otro hace. Decirle que va muy bien o que va muy mal, regular, insuficiente, genial, felicitado… son todas maneras de decirle que el valor se lo asigna el otro y no su propia experiencia. Educamos a niños profundamente dependientes de nuestra aprobación. Nos convertimos en dueños de su valor… de su amor propio, de su autoestima. Muchas veces nos tomamos el atrevimiento exagerado de citar a los padres para retarlos por la tarea de crianza que han hecho, y ellos infantilizados y compungidos van y acusan a sus hijos por ser unos mal aprendidos.
Y el maltrato entre adultos, a veces se expresa tanto que apesta. Algunas directores/as subestiman, desestiman o infantilizan a sus maestros, el cargo jerárquico se lo permite legalmente pero ilegítimamente abusan de su poder.
Todos, de alguna manera, abusamos de nuestro poder en la escuela. De eso se trata la estructura vertical que la organiza, o que a duras penas la sostiene. La directora entró al aula hace unos días a decirle a los chicos que yo tenía prohibido permitirles ir al baño en clase. Que sólo podrán ir después del primer recreo de la mañana. Todos juntos en dos filas. Los alumnos no pueden ir solos al baño y tampoco durante la mañana por fuera del horario asignado. Claro, un niño puede evitar hacerse pis encima cuando tiene cierta edad,  lo que no es posible es controlarse durante tanto tiempo. Es molesto, es incomodo y hasta tortuoso aguantarse. Ellos saben que voy a transgredir la prohibición de mi superior. Nadie dice nada y así armamos complicidades que deslegitiman la norma porque ni el maestro las puede cumplir. Así de confundidos andamos todos.

En un plenario sobre violencia escolar, un director de secundario expresó una idea sumamente interesante: para reducir la violencia en las  escuelas, es necesario reducir cuanto más sea posible la arbitrariedad en las reglas.  
Me llama la atención ver a mis alumnos a media mañana, en días de mucho calor, con el polar puesto bajo el delantal y montones de buzos y camisetas con que salieron de casa por el frío mañanero.
De alguna manera es posible pensar que si uno no los deja ir al baño, cuando le vienen las ganas de hacer sus necesidades, o sencillamente cuando tienen necesidad de salirse un rato del espacio súper habitado y superruidoso que es el aula, y uno no lo deja moverse cuando simplemente vienen las ganas de descargar la emoción e inquietarse un poco… y uno no lo deja tomar agua si no es en el recreo… y uno no lo deja despeinarse, ni desalinearse un poco cuando surge la necesidad de diferenciarse… y de repente hace un calor tremendo y ellos ni lo registran. Porque de tanto control externo sobre su cuerpo, ellos van perdiendo el registro sensible del percibir subjetivo.
La prevención del abuso no debería consistir en prohibir a los niños ir al baño juntos, sino el que puedan ir registrando cuando les duele la panza porque quieren hacer pis o caca, cuando tienen hambre, cuando están nerviosos o cuando un adulto los toca de una manera que los incomoda. Cómo van a sentir el calor o el frío si les dicen cuando mear y cuando cagar y cuando sentarse y cuando moverse y cuando hablar y cuando decir y cuando callar. Creamos sujetos profundamente disociados de su propia percepción del cuerpo, del placer y el displacer. No pueden registrar lo que les da calma y lo que los incomoda. Porque en la escuela se les dice a cada rato cada una de las acciones permitidas y prohibidas. La escuela cría sometidos y abusados, porque someterse es la única manera de sobrevivir. Quien se revela a estas prácticas abusivas, sufre castigos peores, probablemente de manera indirecta a través de los padres avisados de los desacatos de sus hijos. Y a la larga nadie desobedece.
El sometimiento es síntoma, es anuncio de un desarrollo patológico, es no ser uno mismo con clara diferenciación del otro. Qué desastres hace la escuela. Cuánta confusión.
Y qué más se puede decir de las escenas persecutorias y de abuso de poder en que ven sometidos a sus maestros, frente a los personajes de la conducción. Los maltratos encubiertos de palabras gentiles son lo más habitual, la amenaza y la psicopateada son moneda corriente y así los niños no hacen mas que confirmar que cada quien en este mundo a alguien manda y a alguien obedece.
El problema ciertamente no es el uso del  poder. Creo que el poder bien usado transforma, organiza y el límite es la condición obligatoria para la construcción del psiquismo. El problema es en realidad el abuso de poder y las relaciones de dominación sistematizadas, legitimadas y socialmente aceptadas. Estas permiten a un adulto decidir cuándo otro sujeto, sujeto niño, puede tomar agua, hablar, hacer pis o moverse, y eso no es estrictamente necesario para aprender. Esa es solo una manera naturalizada de ejercer el poder sobre el cuerpo del otro y a partir de ahí autorizarse para dominar en todo lo demás.
No se entiende entonces en qué sentido algunos maestros creemos que ejercemos una pedagogía para la liberación. Pero de alguna manera lo hacemos. Cuando los dejamos ser y somos gente. Cuando aparecemos fallados sin ser desubicados, sin dejar de ser adultos, sin dejar de ser maestros, nos mostramos humanos. Y nos hacemos cargo de que no necesitamos disociarlos, reprimirlos, ni censurarlos para dar una clase de matemática, y que un respeto profundamente sentido y seriamente asumido nos ubica a alumnos y maestros en una complicidad nada peligrosa.
Es posible entonces, construir con nuestros alumnos una asimetría mutuamente legitimada  que no implique anularlos ni anularnos, que nos permita sostener algún que otro secreto y priorizarnos por sobre las reglas ridículas, resignificar las que tienen que ver con cuidarse y entender que a veces es así: que para trabajar de lo que uno verdaderamente gusta uno tiene que adaptarse.

Me comprometo a desobedecer cuanto más pueda para ser una maestra no violenta en un sistema que sugiere la dominación, que exige la represión y festeja el autoritarismo. Me comprometo con la persona que se me acerca, que tiene un nombre propio y uno común, que es un alumno, capaz de registrarse y hacerse cada vez más libre y más independiente, más él mismo y menos obediente. Después de todo, vale la pena ser maestro, porque superando todas las barreras, no hay mayor aprendizaje que el de lograr el encuentro.