En el libro de 40 años del Programa Cultural en Barrio, las voces de nuestros vecinos cobran vida. Cuentos que nacen del corazón de cada comunidad, que nos transportan a rincones conocidos y nos revelan historias que llevaban años esperando ser contadas. Cada relato es un pequeño universo que nos invita a reflexionar sobre nuestro pasado, a celebrar nuestro presente y a seguir construyendo un futuro creativo.
Esta compilación de relatos y cuentos cortos, escritos por los vecinos de la Ciudad de Buenos Aires, tiene como finalidad acercar a la comunidad lectora un mosaico de narrativas que representan la riqueza cultural y el dinamismo propio de nuestra deslumbrante ciudad.
Villa General Mitre
Los recuerdos más importantes de mi vida
Cuando cuento que casi toda mi vida la viví en la calle Magariños Cervantes, cerquita de Donato Álvarez, todos me responden “ah, en Paternal”.
—No, señores, permítanme corregirles— les digo.
—Paternal es un barrio hermoso, pero yo me crié en Villa Mitre— a lo que frecuentemente me contestan:
—¡Ah! nunca lo escuché nombrar.
La sangre se me sube hasta el cerebro ida y vuelta, a 900.000 kilómetros por hora. ¡Más respeto con mi barrio!, pienso. Pero no lo digo, porque nunca fui de levantar mucho la voz. Y contesto:
—Uh, que macana.
Ahora que me detengo a pensar... Es verdad. Puede ser que mi barrio esté un poco oculto, tapado, olvidado, y que hasta su identidad haya sido tomada por sus barrios limítrofes.
Pero no saben lo hermoso que es. Cuando nací, en 1987, mis papás vivían por Sánchez y Cesar Díaz. Ya por ese entonces se sentía que en mi barrio, a la una del mediodía, cortaban para almorzar y dormir la siesta, y retomaban a las cuatro de la tarde para completar el turno hasta la noche.
A mis cinco años me mudé a Magariños, como suelo llamar a mi querida calle. Todos los fines de semana tenía una cita obligada: ir a la plaza Roque Sáenz Peña, a la que todos bautizamos como Plaza Boyacá, en referencia a una de las calles que la cruza. Al fin de cuentas, somos los vecinos los que le terminamos de dar la identidad a nuestros barrios y sus lugares emblemáticos.
Muchos pensarán que la hoy conocida como “Plaza de Pappo” está en La Paternal, pero no, el mapa indica que queda en Villa Mitre.
Como contaba anteriormente, pasé mi infancia en dicha plaza. En los noventa había un ombú que, con mi metro veinte, me parecía gigante. Me encantaba ir y mirar cómo todos se trepaban a lo alto. A mí me daba un poco de miedo, pero igualmente lo intentaba. Aunque no llegaba tan arriba como los demás, de todas maneras, lo disfrutaba. Recuerdo una vez, andando en bicicleta por la plaza, choqué la rueda delantera con uno de los bordes y me caí de costado. Me empezó a sangrar tanto mi codo derecho como mi rodilla del mismo lado. Sentí que salían litros y litros de sangre, pero, recordándolo bien, puedo reconocer que apenas había sido un raspón profundo y un par de “frutillas”. Siempre fui un poco exagerado, así que para mí lo que había sucedido era una tragedia. Sin avisarle a mi mamá, me metí a ese supermercado enorme que queda enfrente y que con los años fue cambiando de nombres, me acerqué al sector de enfermería y les pedí que me curaran. Muy amablemente, me pusieron unas vendas gigantes y me las enrollaron en la rodilla y en el codo. Eran tan grandes que parecía que estaba enyesado. Me sentía poderoso, como un superhéroe, pero lastimado. Quería que ya llegara el lunes a la mañana para ir a mi escuela, el Tel Aviv Central, ese que quedaba en Seguí y Cucha Cucha, para mostrarles a mis amiguitos’ las heridas de guerra que guardaba mi cuerpo. Luego de explicarle a mi mamá lo que había pasado, me llevó a casa, me sacó las súper vendas, me desinfectó y en su reemplazo me puso unas pequeñas gasas. Mi ilusión “shakesperiana” y dramática se caía a pedazos.
En Magariños Cervantes tenía unos amigos del barrio con los que jugábamos en la calle. A veces a las escondidas, otras veces a la mancha, pero casi todas al fútbol. También íbamos al metegol del kiosco de Sergio, poníamos una moneda de veinticinco centavos y jugábamos partidos con molinete. O al menos yo jugaba así, ya que no me salía no hacerlo.
En la pubertad, con mis compañeros de primaria íbamos al famoso restaurante de comida rápida de San Martín y, si sobraba la plata, nos tomábamos un helado en La Veneciana. Cuando nuestros papás nos daban algunas monedas de más, nos pasábamos la noche en Paloko, entre el bowling y el ping pong.
Por diferentes motivos de la vida, hoy ya no vivo más en Villa Mitre. Pero cada vez que puedo, me tomo el 34, el 24, el 109 o el 110 y me pierdo entre la tranquilidad de sus callecitas y el bullicio de sus avenidas, que no se parecen en nada a la de otros barrios.
Para mí, Villa Mitre es mi identidad, es mis tardes en la plaza, mis caminatas a la escuela escuchando el walkman, mi adolescencia en la avenida, mis noches con amigos, los primeros 30 años de mi vida.
Mi barrio es mi identidad. Es el que me vio crecer, el que conoció mis primeros amores y desamores, mis primeros triunfos y derrotas.
Así que, de ahora en más, cuando me digan “Ah, Villa Mitre... ¡No lo conozco! ¿Eso no es Paternal?”, no me voy a quedar más callado. Los voy a invitar a conocer el barrio que guarda los rincones más preciados de mi historia. Los recuerdos más importantes de mi vida.
Barrio de Villa General Mitre
El 6 de noviembre de 1908 se le cambió el nombre del barrio Villa Santa Rita por el de Villa General Mitre, en homenaje a la muerte del general Bartolomé Mitre. Se destaca por su reconocida Plaza Dr. Roque Sáenz Peña que contiene un monumento a Pappo Napolitano.