Febrero en la ciudad nos ofrece la posibilidad de celebrar el carnaval. Por distintos barrios se despliegan decenas de corsos, por los cuales desfilan agrupaciones con marcada identidad barrial. Abrazados por el buen clima veraniego la gente sale a la calle en familia, con amigos y vecinos.
A medida que la muchedumbre se va formando, los pomos de espuma blanca van perdiendo la timidez. Entre carcajadas, charlas y juegos las tardes carnavalescas van tomando color y forma.
A lo largo y ancho de la ciudad pululan espacios donde disfrutar de shows de capoeira, danzas afros y espectáculos musicales de tango, folclore, cumbia o salsa. Estas propuestas y actividades recreativas son el complemento de cada jornada de carnaval pues el corazón, el eje central, de cada corso es el desfile de las murgas. Estas, expresión de la cultura popular y barrial, acaparan la atención y miradas gracias a los distintos lenguajes de los que se sirve para manifestarse. En sus actuaciones conviven lo corporal, la música, la palabra y la plástica.
El carnaval podemos verlo también no sólo materializado y plasmado en cuerpo y palabras, sino en un lienzo de Enrique de Larrañaga (San Andrés de Giles, 1900 – Buenos Aires, 1956) quien fue un pintor central en el arte argentino de la primera mitad del siglo XX.
Entre sus vastas realizaciones, Enrique de Larrañaga se concernió en reflejar pequeñas figuras del trajín moderno, para lo cual la ciudad representó la escena adecuada. En esta línea, los asuntos de los entonces llamados barrios bajos comenzarán a despertar su atención y, por añadiría, se orientará a las expresiones culturales que ahí se manifestaban. Esta fascinación por lo urbano le servirá como base para delinear su producción y temáticas propias: figuras del circo, máscaras y carnaval. Temas que los tomó para remitirse a la cultura popular, a la diversión proletaria.
No fue casual que su atracción hacia la cultura popular lo adentrase en el carnaval como una de sus principales temáticas. Durante siglos el carnaval ha sabido ser el mito y rito en donde confluyen la exaltación y la abundancia, donde se asiste a la jocosa inversión de todos los valores; contraponiéndose de esta forma al dogmatismo y a la seriedad de la cultura de las clases dominantes. La esencia del carnaval siempre radicó en su potencia para, en medio de una fiesta, anular cualquier tipo de jerarquía que, en la confraternidad que propicia la risa, incluya a todos. Cualidades estas que nos acercan más a una sociedad utópica: esa comunidad sin estratos sociales y sin excluidos; donde todos comen, todos beben, todos bailan sin importar quién sea o qué tenga.
Por todo lo esbozado hasta aquí, aparentaría ser lícito sostener que el carnaval está más en relación directa con lo que ocurre y se expresa en los corsos callejeros, que en las pinturas colgadas en las silenciosas paredes de un museo. Siendo, en consecuencia, lo primero expresividad de una cultura subalterna o de las clases populares, y lo segundo de una cultura hegemónica o de las clases dominantes. Sin embargo, tanto la pintura como las murgas nos sirven de evidencia para poner en duda hasta qué punto estas expresiones culturales de clases dicotómicas van en senderos paralelos sin tocarse.
El carnaval tal cual lo experimentamos actualmente, ya institucionalizado, ¿no es sólo una fiesta más diluida en el calendario anual, despolitizado de sus orígenes que le dieron identidad? Por ejemplo, ¿en los corsos de hoy, la existencia de personas que observan y otras que actúan (reforzado por la distancia jerárquica entre unos y otros que delata la presencia de un escenario) anularía la concepción anti jerárquica del carnaval y, por ende, su propia naturaleza originaria como expresión directa de una cultura de las clases populares que encuentran en el carnaval una vía de liberación aunque sea momentánea?
Por la otra parte, ¿la obra de Larrañaga podría interpretarse como la aparición dentro de cierto círculo cultural (como son las exposiciones de arte) de lo popular? Aunque en esta pregunta cabría destacar que dicha aparición, como fue común denominador en su época, se da de forma elusiva y no directa. No es la cultura popular la que se manifiesta sino que la misma es hablada por alguien que no forma parte de esa clase. Por ello, durante muchos años distintos investigadores sociales de todo el mundo se han preguntado si la cultura popular existe por fuera del gesto que la suprime. O sea, a pesar de lo que le habilitaría y/o permitiría la supremacía de las clases dominantes.
Contrariamente a estos determinismos retóricos, resulta mucho más valioso concebir una influencia recíproca entre cultura de las clases subalternas y cultura dominante.
Ni el carnaval claudicó en su potencia contestataria; ni la cultura popular es ciento por ciento subsidiaria de la dominante. Explicar los vínculos y analogías mediante la simple difusión de arriba a abajo, significaría aceptar sin más la tesis, insostenible, según la cual las ideas nacen exclusivamente en el seno de las clases dominantes. Esto implicaría que la cultura es algo inerte.
Nada puede estar más alejado de la realidad. Como bien evidencia la raíz de la propia palabra "cultura", en el acto de cultivar nada es esta inmovilizado, sin vida. Sino que está en constante crecimiento.
El carnaval como práctica cultural nos entretiene pero a la vez nos invita a pensarnos como comunidad.