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9 de junio 2012
EL CAFE, UNA INSTITUCION PORTEÑA
No hay barrio que no tenga “su” bar
lEscribe: Ivanna Marisa Rodríguez
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Es testigo de charlas, de encuentro con amigos, de cuestiones de trabajo o simplemente compañero de soledades. Eso es lo que reúnen nuestros bares, muchos escondidos en los barrios porteños.
Al llegar buscamos una mesa de acuerdo a como estemos, si necesitamos silencio, desorden o quizás sentarnos en una mesa con vista a la calle y observar los peatones que van y vienen en un constante movimiento cotidiano.
Una vez ubicados el típico gesto con el dedo índice y pulgar, formando una “C”. El mozo, al que se le conocen todas las mañas, y que puede decir lo mismo de sus clientes.
Invade la conversación que se prolonga por horas, con la taza vacía sobre la mesa. Los que están solos, abren un libro y repiten su café como sintiéndose en compañía.
Son las marcas que definen el café como espacio y rito de los porteños. No hay barrio que no tenga “su” bar.
Muchos de ellos conservan sus mesas de fórmica algunos, y otros de madera oscura, vitrinas con objetos antiguos, el famoso salón familiar en el reservado. Otros preservan en sus paredes donde todavía se leen las chapas que advertían de la prohibición de escupir en el suelo y “de destapar bebidas alcohólicas o vender tabaco a los menores de 15 años”.
Cuántos recordarán la “libreta” que a muchos liberaba hasta llegar a fin de mes y que hoy muchos bares conservan porque conocen a sus clientes y para ellos el bar es una prolongación de su propio hogar.
Para otros el café no lo usan para beber sino como excusa para reunirse, hablar de política, de futbol, hablar mal de algún vecino o simplemente de situar la mente en blanco.
Es un paso obligatorio, refugio de los que buscan una ginebra o un cortado.
Cómplice de quien “hace tiempo”, ignorando que en realidad es el café quien “hace el tiempo” de uno.
Ellos resisten, insisten; siguen seduciendo ignorando el paso del tiempo, el futuro abrupto; el paso de sus generaciones.
Los bares representan un uso y una costumbre. Siempre han sido lugares donde encontrarse, pensar, hacer proyectos, despedirse, festejar o simplemente esperar…

Los primeros cafés porteños; un poco de historia

Podemos afirmar que los porteños no perdieron tiempo en tener café propio y el juego es un elemento inseparable del mismo.
Buenos Aires se fundó en 1580 y aproximadamente 30 años después ya los porteños tenían su templo, pese a vivir en una de las ciudades más tristes y pobres del Imperio Español.
En aquellos años se introdujo en la ciudad la primera mesa de truques que se utilizó con fines de lucro. El truque es el antepasado del billar. Su introductor se identificó con el nombre de Simón de Valdez, un tramposo de vocación, precisamente por ser, tesorero de la Hacienda Real. Obtuvo permiso e instaló en Buenos Aires un verdadero garito (lugar clandestino donde concurrían a jugar), donde no faltaba nada, pues además del truque había naipes, dados e incluso un inocente ajedrez. Fue una casa instalada a todo lujo, donde daba gusto tirar el dinero, si bien le duró poco al dueño, ya que un día el Señor Valdez fue enviado con cadenas a España por contrabandista y coimero. Pero antes de irse puso sus bienes a buen recaudo, y el garito pasó a manos de un italiano. Éste era un hombre que tanto ejercía la arquitectura como hacía de albañil, vendía carne, además de ser agrimensor, comerciante al por mayor y contrabandista en los ratos libres. Hacia de todo y todo lo hacía bien, por lo cual embolsó interesantes cantidades de dinero con la mesa de truques. La historia de este primer billar ubicado en la esquina sudeste de Alsina y Bolívar, puede considerarse el primer café porteño.

Hubo otros pero uno muy nombrado en aquel entonces era el perteneciente a José Marco.  Estaba ubicado frente a la Iglesia de San Ignacio, en la esquina de Alsina y Bolívar donde funcionaran los truques de Valdez. Fue indudablemente el favorito de los primeros años del siglo XIX, el café elegante por excelencia, con grandes espejos lustrados y nada menos que dos mesas de billar. Allí se reunían la muchachada intelectual del momento. El Señor Marco, acaudalado comerciante, atendía en persona a su selecta clientela. Como tenía otros intereses solía ausentarse de la ciudad y se supone que los mismos debían ser muy parecidos al tradicional contrabando, ya que su punto habitual de destino era Río de Janeiro.
Allá por 1816 su dueño fue multado por una contravención; y ese fue el último paso por la historia.
Otros cafés tomaron preeminencia, y el que ganó el primer lugar fue el de la Victoria, ubicado hoy en Hipólito Yrigoyen. Era tan lujoso como el de Marco con su selecta clientela, pero le llevó años de constancia llegar a ser la estrella del momento.