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25 de Marzo 2020
44 AÑOS - MEMORIA, VERDAD Y JUSTICIA
"Oscuro"
Escribe: Nacho López
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A 44 años del golpe, comparto el cuento con el que comienza mi libro "Café con leche", titulado "Oscuro".

El 10 de noviembre de 1976 es un día que no recuerdo pero no olvido.
Faltaba exactamente una semana para que cumpliera mis tres primeros años. Y en mi casa de José Mármol, estaba junto a mis hermanos y mi abuela Elvira que había venido a cuidarnos mientras mis padres habían viajado a Roma. Un viaje de trabajo según le había mentido piadosamente Jacobo Timerman a mi viejo, con el único fin de convencerlo para que abandonara el país, ya que él sabía que el nombre de José Ignacio López figuraba en las listas de moda de aquellos tiempos, como candidato a desaparecer.
La noche del 9 de noviembre seguramente estuvimos todos reunidos, mis tres hermanas, mi hermano Pablo, y mi abuela. Habremos cenado, mis hermanos habrán peleado y discutido por algo, habremos jugado y después de dar muchas vueltas y de cansar a la pobre abuela Elvira, todos nos habremos acostado para ir a dormir.
Empezaba así una noche que no terminaría. Era la antesala de un golpe cobarde y artero que detonaría en el cemento pero que estallaría en mi corazón. Algo de todo esto intuía yo. No fui un niño prodigio ni una especie de Nostradamus, pero en medio de esa noche, pude hacer algo para evitar que el atentado se transformara en tragedia. Y entonces, como todo niño que extraña a sus padres cuando no están, me puse a llorar desconsoladamente y logré que mi abuela cambiara de habitación y también de destino.
Con ella a mi lado, pude conciliar el sueño, y con sus mimos y abrazos, pude aprovisionarme del cariño que necesitaría para lo que vendría.
No sé la hora precisa. Pero la aguja del reloj de mi dormitorio, en ese instante maldito, coincidió con la aguja de un colega, es decir, con la de otro reloj, mucho más perverso y malintencionado. Entonces el silencioso sonido de encendido de una mecha empezó a escucharse. Y yo, a su vez, apretaba y me sujetaba aún más al brazo de mi abuela, como quien sabe que algo malo está por suceder. La mecha se consumió en segundos mientras recorría la vereda del portón del garage de mi casa. El estrepitoso y sórdido resultado fue una detonación espantosa que causó la mayor cantidad de daños (sólo me refiero a los materiales) en la habitación que había abandonado mi abuela para venir a dormir finalmente conmigo.
Lo que vino después del desastre, fue un mix de llantos, gritos y amplia confusión. Vidrios rotos, baranda del balcón destruido caída al piso, vajilla desperdigada por toda la casa partida en mil pedazos, como nuestra inocencia y tranquilidad.
Los efectos colaterales alcanzaron y lastimaron hasta al abuelo de mi vecino Mariano, de cuya casa también volaron vidrios y se llenó de destrozos.
Mientras tanto, a unos cuantos kilómetros de distancia, mis padres regresaban a su hotel en Roma y el conserje le entregaba a mi papá el telegrama más dramático que habrá leído en su vida. Decía textualmente: “Pusieron petardo en tu casa. Están todos bien”.
Imagino el momento en que le transmitió este mensaje a mi mamá, y la desesperación es lo primero que la debe haber acorralado.
Sin embargo, después de hablar por teléfono con cada uno de nosotros, sus cinco hijos, mis padres respiraron algo más aliviados y emprendieron con algo más de tranquilidad (si se me permite pronunciar la palabra “tranquilidad” en este contexto) el viaje de vuelta.
Aquí, en el lugar de los hechos, la casa estaba invadida por amigos, familiares y conocidos. Entre todos, organizaron un operativo para maquillar lo más que se pudiera los efectos de “La bomba”. Así, con esa contundencia virulenta y como el nombre de una película, crecería yo con diferentes versiones de esta leyenda que lamentablemente no fue leyenda.
Así, en esa noche terriblemente cerrada, nació mi enemistad profunda con la oscuridad y vio la luz el principio del miedo en mi vida.
Después del soñado reencuentro de mis padres con todos nosotros, empezó otra historia. Obviamente, todo había cambiado.
En una Argentina extremadamente violenta, casos como éste eran moneda corriente. No tenía sentido buscar a los culpables de este atropello porque se caía de maduro la respuesta. Todos lo sabíamos. Pero tal vez, como queriendo lavar algo de culpa o exacerbando su impunidad (me inclino por lo segundo), el almirante Massera llamó a mi padre y cuando lo tuvo enfrente se apuró en asegurarle que “ellos no habían sido”. Sin embargo, le prometió ayuda para reparar absolutamente todo (¿pensaría ese despreciable personaje que unos cuantos billetes podrían reparar TODO?). Y mi padre, con una valentía envidiable le “agradeció el gesto”, pero renunció a toda colaboración que pudiera venir de esos dictadores.
La marca de la bomba sobrevivió casi 20 años en la entrada del garage, un remiendo con cemento dejaba traslucir y adivinar el recorrido que había realizado hasta estallar. Por lo tanto, cada vez que salía o regresaba a mi casa, eso me impedía olvidar a la bomba. Incluso hasta jugué al fútbol sobre esa huella gris e irregular. Tal vez mi manera de tomarme revancha era gritar un gol y desahogarme al menos un poco de tanto dolor.
Casi cuarenta años después, puedo empezar a decir que las esquirlas de ese explosivo que no pudieron hacer desaparecer a mi viejo y a su familia entera, están haciendo aparecer, aunque parezca mentira, cosas positivas en mi vida.

No voy a decir que voy a terminar agradeciendo aquel estruendo horrible, pero al menos poniéndole palabras al episodio más triste y más duro que me tocó protagonizar hasta el momento, estoy reconciliándome con mi herida más famosa.